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Un salto al vacío

Tengo 36 años, casi 37 y tengo miedo a desaparecer.

Tengo 36 años, casi 37 y tengo miedo a desaparecer.

Tengo 36 años, casi 37 y tengo miedo a desaparecer.

Tengo miedo a disolverme en el cuidado de otro ser

cuya importancia sea tan honda

que el mero pensamiento de su pérdida

prenda mi corazón en el fuego abrasador de la desdicha que todo lo destruye, que todo lo arrasa.

Tengo miedo a volcarme tan por entera en un ser completamente indefenso que me lleve a olvidarme de mí, de lo que fui, de lo que hice, de lo que deseé, de lo que conseguí, por lo que luché.

Tengo miedo a enmudecer sin percatarme, a que las cuerdas de mi voz se oxiden de no usarlas pues han de estar calladas para poder oír siempre el llanto, la risa, la queja, el reclamo, la palabra “mamá”.

Quisiera preguntarles, debería hacerlo, a todas aquellas amigas madres si se han sentido desaparecer, disolverse, enmudecer, no volver a dormir tranquilas por si el dolor y la muerte golpean la puerta de sus hijos inocentes.

 

Y entonces inevitablemente llegan a mi cabeza como meteoritos impertinentes preguntas que de tan antiguas y de tan que jamás podrán responderse con absoluta certeza, se me vuelven estúpidas, tediosas e inútiles. ¿Para qué, por qué, con qué sentido? Traigo yo un nuevo ser a este mundo tan provisto de dolor, miseria y olvido.

 

Y se lo pregunto a Dios sin saber si está… aquí, si alguna vez estuvo…

Pero quisiera que existiera…

¡Oh, sí! quiero que Dios exista, y entonces lo siento existir,

en la brisa del mar que roza mi cara cuando

voy al volante bordeando la costa,

en la flor que florece arrullada por un rayo de sol

en un recóndito rincón del bosque,

en el agua de un río, que fluye, que choca, que busca, que encuentra

para hacerse uno con el océano de mis pasiones,

en el diente de leche que se cae de una boca tierna, pequeña

y no llena todavía del veneno que en las noches oscuras invade mi pensamiento y mi alma de miedo,

del terror de no saber si mis deseos son buenos, son justos, son santos.

 

Del terror de no saber, del terror de no saber.

 

Y le pido a Dios que me ayude, pero no quiere contestarme,

está en silencio, escondido, perdido, y le grito, le grito, le grito,

le grito.

Y cuanto más le grito, más se aleja esa respuesta

que soy incapaz de escuchar.

 

Y en medio de esta inmensa oscuridad, hay sin embargo, tanta luz.

Y puedo verla,

cuando alcanzo a abrir mis ojos que estaban en huelga.

Y esa luz me traspasa, como el canto de un pájaro en la mañana,

me habla sin palabras, me dice que confíe,

que nadie quiere castigarme, que nadie quiere quitarme nada

porque nada nunca fue mío.

Que siempre lo he tenido todo, porque todo es un corazón latiente

capaz de entregarse a la brisa del mar que roza tu cara

cuando vas al volante bordeando la costa.

A la belleza de la flor que florece arrullada por un rayo de sol

en un recóndito rincón del bosque.

Al agua de un río, que fluye, que choca, que busca, que encuentra

para hacerse uno con el océano de tus pasiones.

Al consuelo del niño que pierde un diente de leche que cae de su boca tierna, pequeña

y no llena todavía del veneno que en las noches oscuras invadirá su pensamiento y su alma de miedo.

 

Y entonces me pregunto en donde me equivoqué,

qué hice mal…

Para después de un respingo darme cuenta de que todas las decisiones que tomé

fueron en favor de mi propia felicidad,

y que si ellas me han traído hasta aquí,

Entonces es que siempre acerté, que este era el lugar al que debía llegar.

Que no hay misión que cumplir, ni molde que llenar.

Que no puedo, que no debo exigirle a la vida que me dé más

de lo que ya me da,

que por vivirla me perdí, pero siempre ella me ha sabido encontrar.

Que hasta ahora nunca me sirvieron los plazos, ni los formularios,

ni la marca en el listón a la que llegar.

Que he sido feliz

atendiendo las demandas de mi corazón

Que me hicieron atreverme a pedirle un beso al chico guapo del colegio de enfrente.

Que me llevaron de viaje a países secretos que no salen en los mapas oficiales.

Que me emborracharon de desnudez, de sexo y de caricias tan místicas como terrenales.

Que me empujaron a amar a pesar del riesgo a que las fibras de este músculo que late sin descanso se rompieran.

Que me enseñaron a rendirme ante la inconmensurable belleza de este mundo, a apreciar el honor de recibir la llamada amiga de un alma desconsolada que te reclama rota a las tres de la mañana.

A apreciar la carcajada del mismo amigo que se ríe después contigo a tu lado de tus desgracias y de las suyas

 

Que he sido feliz, que soy feliz, atendiendo las demandas de mi corazón

que me hicieron escribir este poema que no tiene ni métrica ni rima.

 

Y es ahora que mi corazón, tan bello, tan bueno, tan fuerte

me ruega que deje de tener prisa.

Me hace entender que si hasta ahora no encontré la manera, es porque quizás la mía no existe todavía

y que simplemente me la tengo que inventar.

Me susurra que sabré hacerlo, que solo tengo que rendirme y confiar

Que la fe es un salto al vacío, pero que nadie dijo que mientras saltas, no puedas también bailar.

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